Surgen de improvisto, me atacan por la espalda. Siento de repente esa necesidad de destruir, como si no soportara la perfección o la belleza, como si mis ojos negaran esa realidad ideal. Tanta bondad me dan ganas de pegar, tanta importancia me dan ganas de romper. Es difícil de controlar, he tenido cada arranque que me asusto a mí misma. Afortunadamente mi cuerpo no actúa tan rápido como mi cerebro, quién sabe dónde estaría ahora. Es la naturaleza del ser humano, quiero creer.
Además, incluso si se comprobara que el hombre no es más que una tecla de piano y se le demostrase matemáticamente, el hombre no sentaría la cabeza: seguiría haciendo disparates, solamente para evidenciar su ingratitud y su conducta caprichosa. Y si los demás medios le fallan, se sumergirá en la destrucción, en el caos. Será capaz de provocar cualquier desastre únicamente para hacer lo que se le antoje. Lanzará maldiciones contra el mundo, y como sólo el hombre puede maldecir (éste es el privilegio que más claramente lo distingue de los demás animales), conseguirá sus fines, que son convencerse de que es un hombre y no una tuerca.
Si me dicen ustedes que el caos, las tinieblas y las maldiciones pueden estar también calculados de antemano y tan exactamente que este cálculo paralizará el impulso del hombre, y, por lo tanto, la razón triunfará una vez más; si me dicen esto, les contestaré que el hombre no tendrá ya más que un medio para hacer su voluntad: volverse loco.
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