Tuve la suerte de nacer en un hogar roto. Uno de esos en los que los vasos de la cena familiar no se llenan con jugo, sino con lágrimas hasta rebalsar. Uno, como tantos, en los que la familia no es más que otro cuento de hadas, una ilusión.
Desde pequeña he vivido angustiada por mi entorno, jamás me gustó estar en mi casa. Le debo haber desarrollado una especie de fobia, y muchas veces he llorado por no querer regresar. Recuerdo varios años, de primaria y secundaria, en los que volvía a mi casa con la cara llena de lágrimas y llegaba hasta la puerta para limpiarme y colocar una sonrisa en mi rostro, siempre fingiendo que nada me afectaba. Debía reprimir todo ese dolor, todo mi llanto. Pero eso es demasiado pedir para un niño, no sean tan duros.
Odiaba el momento de ir a la cama. Me costaba mucho dormir por las noches, y no me quedaba más remedio que escuchar silenciosamente los gritos rutinarios. Los insultos, los gritos, los golpes. Quizás no se daban cuenta, pero yo lo escuchaba todo. Y no podía hacer más que llorar y abrazar a mis peluches, rogando que eso cambiara. A veces me asustaba mucho y salía sobresaltada de la cama a pedirles que se callaran. Tenía miedo. Tenía miedo de quedarme sin mamá.
Es una vida en la que no es extraño levantarse y que tu madre tenga alguna herida en la cara. No era raro alcanzar un pañuelo a quien necesitaba cubrir un labio sangrante. Ni observar cómo se maquillaba un ojo morado. Era todo normal. Normalmente triste.
Los muebles que nos acompañaban lentamente grababan nuestra historia. La mesa dada vuelta sobre el piso, los objetos revueltos, los picaportes rotos, las paredes escritas. Todo hablaba por nosotros.
Lloré años enteros, por no poder hacer otra cosa. Lloré por ellos, lloré por mí. Lloré por mi hermano al ser concebido, porque estaba a punto de conocer una vida de mierda. Y pensar que de haber caído ella de otra forma después del golpe probablemente ni siquiera hubiera nacido.
¿Qué culpa tenía yo de tus problemas? Yo sólo quería ser feliz. Yo solo quería encontrarme después del colegio con alguien que me preguntara cómo me había ido. Y lo único que encontraba era una mujer que no daba más del llanto y un hombre que se quería matar. Me sentía sola. Me dejaron sola. Encima le pedía ayuda a Dios y le rezaba por algo de piedad. Sufría. Pero Dios nunca me escuchó.
Y después crecí y se supone que superé las cosas. Evidentemente no superé un carajo, porque sigo siendo la misma nena a la que le quitaron las ganas de vivir. No me importa cuánto más sufrieron los otros. Yo soy infeliz. Y sí, seré egoísta, pido perdón. Pero es así.
¿Cuántas veces te ha hecho sonreír? Esta no es manera de vivir.
¿Cuántas lágrimas puedes guardar en tu vaso de cristal?
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